CONCURSO DE RELATOS LMM "LAS LÁGRIMAS DE DANA"
Dana creía vivir en el mejor de los mundos hasta que conoció a Mateo. Entonces comprendió que, en realidad, vivía en el paraíso. Los parques, las casitas con jardín, los columpios, las ardillas traviesas, las fuentes de agua fresca, los juegos de los niños y las flores en primavera cobraron con Mateo nuevos y excitantes colores.
¡Qué tonta fue! La primera vez que se encontraron ella receló. Mateo era guapo, sí, pero se le acercaba demasiado, se tomaba demasiadas confianzas y ella no estaba acostumbrada a un comportamiento que, instintivamente, la intimidaba.
Dana comprendió pronto que su cercanía no solo no le inquietaba, sino que devino en su más ardiente deseo. Su compañía le llenaba el corazón de una emoción que permanecía durante el resto del día y le urgía a dormir por la noche con la ilusión de volver a encontrarlo tras el amanecer. Nunca antes había sentido esa mirada, la de Mateo, tan acariciadora, tan protectora, tan noble y, al tiempo, sumisa.
Al principio tuvieron que conformarse con reunirse de vez en cuando de manera fortuita. Actuaba la pura coincidencia y, cuando esta les unía, el gozo estallaba. Los encuentros eran casi insoportables en su intensidad. Luego, casi de un día para otro, su familia intimó con la de Mateo y esos encuentros devinieron en frecuentes y previsibles. Se diría que, sin haberlo planeado, el disfrute de Dana y Mateo de estar juntos hubiera inoculado la cordialidad a todos los suyos.
Ellos dos, ajenos a su influjo, solo tenían ojos para el otro porque el resto del mundo se trasladaba a un segundo plano. Borroso en su indefinición.
Dana odió entonces el verano. Con el calor llegaba la separación. No podía negar que disfrutaba enormemente desafiando a las olas y con la permanente presencia de sus padres, pero echaba de menos a Mateo. Tanto, que un año, a la vuelta de las vacaciones, corrió hasta su casa. No estaba lejos de la suya. Recorrió calles y senderos hasta alcanzar el hogar de Mateo, tan parecido al suyo, pero todavía vacío. Dana constató ante el silencio de esa casa que Mateo y su familia seguían de vacaciones y, algo apesadumbrada, volvió con su familia antes de que la policía, ya alertada, iniciara su búsqueda.
Mateo no tardó en regresar a casa y a la urbanización testigo de su romance. Pero una tarde todo se torció. Rodrigo no estaba de buen humor ese día. Miraba a Dana de soslayo, con rabia contenida, como si ella fuera la culpable de su última frustración de niño mimado. Luego, el tiempo se aceleró. Rodrigo gritaba y levantaba una raqueta de tenis sobre ella. Vio ese artefacto amenazante esbozado en el cielo azul, ahí arriba. Le invadió el miedo. El cuerpo de Mateo se abalanzó sobre Rodrigo. Sangre en un brazo. Una manga desgarrada. Un grito agudo. La raqueta volando. Rodrigo huyendo entre sangre y truenos.
Dana no volvió a ver a Mateo. Algo le decía que esta vez tampoco lo encontraría en casa. Dejó de comer. Se abandonó a la tristeza. Los árboles de la urbanización empezaban a desnudarse. El fresco de la noche alimentaba el sueño. La luz de la luna asomaba deslumbrante. Pero Mateo seguía ausente.
Una mañana luminosa los padres de Mateo volvieron al parque donde él y Dana habían descubierto el amor. Mateo no estaba con ellos. En su lugar, acariciaban a un cachorro que todavía olía a pis. Dana lo olfateó y, aunque no tenía la mirada de Mateo, lo lamió de arriba a abajo impregnándolo con sus lágrimas.